Recientemente, se ha observado un fenómeno en redes sociales donde adultos disfrazados de Grinch irrumpen de manera violenta en reuniones familiares, generando escenas de llanto y terror entre los niños. Estos individuos corren hacia los pequeños, les arrebatan sus juguetes y provocan un ambiente de angustia, mientras que los adultos presentes estallan en carcajadas. Esta situación, que podría parecer un simple “juego”, ofrece una oportunidad para reflexionar sobre el lugar que ocupan nuestras sociedades y cómo la cultura del entretenimiento adulto ignora el impacto emocional que tiene en la infancia.
Las experiencias de este tipo pueden tener consecuencias negativas, especialmente en los niños de edades tempranas, quienes dependen de un entorno protector y seguro para construir su confianza básica en el mundo. Cuando se ven aterrorizados, comienzan a perder esa confianza. En situaciones donde están tranquilos, jugando en los livings de sus casas, o al abrir la puerta incautos al escuchar el timbre, pronto se encuentran con alguien que irrumpe, corre hacia ellos, y en medio del caos, algunos caen, todos gritan y lloran, mientras les roban sus juguetes. En este contexto, nadie parece contener la situación. Los adultos alrededor toman fotos y filman, riendo de lo que ocurre. Este escenario es aterrador, y es importante enfatizar que se debe entender desde una perspectiva diferente: imagina que estás tranquilo mirando televisión y, de repente, una figura amenazante irrumpe, comienza a tomar tus cosas, corre detrás de ti en tu casa e intenta atraparte, mientras nadie acude a ayudarte. ¿Qué sentirías?
Este fenómeno no es nuevo. Como señala Lloyd deMause, un historiador y psicólogo estadounidense, la humanidad tiene un largo historial de asustar como parte de sus tradiciones rituales. En Europa, por ejemplo, figuras como Krampus —el demonio que acompaña a San Nicolás y castiga a los desobedientes— han sido utilizadas durante siglos como herramientas para imponer disciplina a través del miedo. En muchas culturas, las máscaras y disfraces aterradores han sido utilizados para “educar” o, incluso, divertir a expensas de los más pequeños. Estos actos podrían catalogarse como pequeñas agresiones cotidianas, reflejando una falta de comprensión de las necesidades emocionales de los niños, quienes son los que realmente ocupan el centro de estas prácticas.
El trasfondo de estas acciones también habla de una relación desigual en el mundo, donde quienes controlan legitiman las reglas del juego, despojando a los niños de la opción de participar en una experiencia que ellos elijan. En este caso, el miedo se convierte en una herramienta de poder que despoja al niño de su derecho a sentirse respetado. Un niño quiere jugar y no tener miedo, dentro de un marco de contención adecuado: contándoles cuentos preparados para la infancia —que hay muchos muy buenos—, relatos folklóricos que se transmiten de generación en generación, encuentros familiares, o incluso viendo historias aterradoras adaptadas a su edad. Los juegos simbólicos y las aventuras controladas permiten a los niños explorar sus emociones de manera segura, siempre sabiendo que cuentan con el apoyo y la protección de los adultos, en lugar de ser sometidos a la crueldad de verlos padecer.
Aunque pueda parecer exagerado vincular estos “juegos” con violencias estructurales, es cierto que naturalizan un trato irrespetuoso hacia las emociones. Por un lado, las familias están marcadas por la preocupación de evitar que sus hijos jueguen videojuegos considerados violentos y perjudiciales para su desarrollo psíquico. Sin embargo, resulta paradójico que esas mismas familias encuentren extraño realizar “bromas” de este tipo, si su naturaleza fuera completamente distinta. El humor ha servido a menudo para encubrir hostilidades inconscientes, deseos reprimidos, envidia, entre otros. En ocasiones, la infancia, con su inocencia y vulnerabilidad, se enfrenta a aspectos de nosotros mismos que preferimos ignorar: el temor, la fragilidad, la dependencia. Ridiculizarlos se convierte entonces en una forma de lidiar con procesos propios que desconocemos, reforzando nuestra posición como adultos.
Las “bromas” pueden generar sentimientos de traición profundos, y si no son adecuadamente contenidas, pueden dejar huellas en el psiquismo de los niños. La necesidad de un escenario seguro para las proyecciones de nuestros propios espectáculos es crucial; en todo caso, cada uno deberá valorar la posibilidad de revisitar estas experiencias en terapia para encontrar respuestas. La infancia debe ser un espacio de ternura; un territorio de oscuridad y lugar de juego y descubrimiento para los niños, quienes a veces buscan y disfrutan enfrentarse a lo desconocido, siempre que estén protegidos por un adulto.
La historia muestra cómo proyectamos nuestras propias sombras del pasado: el temor, la venganza y la percepción de una supuesta maldad inherente. En el libro “Claus y Lucas” de Ágota Kristóf, se erige una lúcida radiografía de la negligencia que moldea y distorsiona la infancia, transformando oscuros reflejos en un perverso conocimiento adulto. La autora, quien describió su relato autobiográfico, afirmó: “El gran cuaderno era lo que quería describir, yo lo vi junto a mi hermano Jenö. Es puramente biográfico”. Esta obra recopila tres volúmenes independientes con una narrativa unificada que sumerge al lector en los horrores impuestos que moldean y deforman la infancia plena durante la Segunda Guerra Mundial. Los gemelos Claus y Lucas son llevados por su madre a vivir con su abuela, a quien llaman “la Bruja”. En un intento de protegerlos de la guerra, se exponen a otra forma de brutalidad: deben trabajar para sobrevivir, rodeados de muerte, violencia, destrucción y abuso sexual. Durante la noche, escriben sobre lo que viven, un acto único para procesar y resistir la crudeza que los rodea.
El afán de deshumanizar transforma a los niños en autómatas: sienten hambre, frío, dolor y sueño. A un monstruoso nivel de autocontrol, se adaptan a la brutalidad cotidiana, desdibujando cualquier rastro de inocencia. Esto interpela profundamente sobre la violencia: ¿es posible que, como niños, surjan ante su propia incapacidad de reconciliarse con lo vivido en su infancia? Aquello que se resuelve, insiste, aparece en generaciones que perpetúan incluso lo que parece “inocente”. Tal vez, sea necesario dominar ese eco persistente que confronta lo resuelto, tanto a nivel personal como colectivo.
El Grinch asusta; encarna, simbólicamente, nuestro propio malestar. No se trata simplemente de prohibir estas prácticas, sino de interrogarnos sobre lo que psicológicamente alimenta este comportamiento. Reconocer la complejidad de la situación ayuda a entender que la pura inocencia y lo racional están entrelazados con heridas y temores que, si no se cuestionan, perpetúan un ciclo emocional.
Sonia Almada: Licenciada en Psicología por la Universidad de Buenos Aires. Magíster Internacional en Derechos Humanos de la mujer, niño y género intrafamiliar (UNESCO). Se especializa en infancias y juventudes en Latinoamérica (CLACSO). Fundó en 2003 la asociación civil Aralma, que impulsa acciones para la erradicación de la violencia en el ámbito familiar. Es autora de libros como “La niña deshilachada” y “Soy campanario”.