Viña 2019, día seis: prefiero que me odien, pero que nunca me olviden

Bad Bunny hizo vibrar al monstruo, pero fue muy criticado en las redes. Bongo Quiñongo protagonizó un hecho inédito y Becky G fue el show musical más corto de la edición.

Captura de pantalla TVN

El Festival de Viña del Mar llegó a su fin, pero no con ese glamour que tanto extrañan los nostálgicos, a ratos refugiados en el Rosco de “Pasapalabra” o en algún título de Netflix. El último capítulo del certamen provocó la misma molestia que la llamada del conserje a la medianoche pidiendo bajar el volumen de la fiesta. A lo mejor muchos soñaban con que Queen y Adam Lambert aparecieran para arreglarlo todo. O con Lady Gaga saltando desde la concha acústica como en el Super Bowl. Soñar es gratis (todavía), pero traer a artistas de renombre no lo es. Menos con una alcaldía puesta en tela de juicio en reiteradas ocasiones y dos canales especialistas en crisis.

Pese a lo anterior, ocurrió un milagro que revivió las esperanzas de un festival recuperado. Tras el saludo inicial de Martín Cárcamo y María Luisa Godoy, más una tanda de comerciales, se presentaron las dos canciones ganadoras de las competencias internacional y folclórica: “Ya no más”, de la peruana Susan Ochoa, y “Justo ahora”, de los argentinos Destino San Javier. Hay que preguntarse si para el próximo año sería buena idea que las competencias fueran al principio. Total, el monstruo es paciente y anoche lo demostró con creces. Pero no hay que acelerarse.

La jornada de clausura partió con Bad Bunny, un hombre catalogado como el rey del pop latino por la mismísima Rolling Stone. También suele ser el objeto de burla preferido de los anónimos puristas que tapizaron Twitter con sus reclamos. Resultó encantador aquel video collage con el que introdujo su actuación. En él aparecían Gustavo Cerati, Daddy Yankee, Gloria Trevi y Juan Luis Guerra, entre otros próceres de la música latinoamericana que alguna vez pasaron por el festival. Con la “Primavera” de Antonio Vivaldi (la banda sonora de los intelectuales) como música de fondo, la premisa de la introducción era hacer notar que por la Quinta Vergara pasaron las estrellas más importantes y respetadas del continente. Aunque “ninguno de ellos… cantante de trap”.

El mensaje fue notable. Fue como el beso de la muerte dedicado a sus detractores. Pero pocos lo notaron, porque el ojo que apareció en la pantalla después del video opacó lo anterior. Con “Estamos bien”, el “Conejo Malo” apareció vestido de rosado, con la capucha del polerón puesta y lentes negros que recordaban a cierto meme llamado “deal with it”. A diferencia del monstruo genuflexo que recibió a los Backstreet Boys, el público de anoche quería carrete y Bad Bunny les dio la mejor fiesta de sus vidas, para desgracia de los viudos del Festival de Viña de 1981.

Bad Bunny no tiene una voz extraordinaria, es el zar del autotune y de verdad cuesta entender lo que dice, aunque eso último no importó demasiado porque casi toda la Quinta Vergara se sabía la letra de sus canciones. Como un ejemplo para los escépticos, la cámara supo captar a la profesora Maitén Montenegro y al estricto Neilas Katinas bailando al ritmo del trap. Esta vez el sonido acompañó y el over playback no lo superó, a diferencia de lo ocurrido más tarde con Becky G.

Se paseó por el escenario, se presentó, agradeció y rindió homenajes. En “Amorfoda”, dedicada al famoso e insigne Chimuelo, los asistentes encendieron las linternas de sus celulares y en lo más profundo de sus discos duros recordaron al ex que más los cagó (en vista de los garabatos que se han dicho en esta edición, nos permitimos utilizar este verbo). También trajo a El Alfa, exponente del dembow, y a Arcángel, una institución del reggaetón que distrajo la vista con sus guantes amarillos de lavar loza.

¿Por qué la gente ama el trap? Por su sencillez. Sus exponentes coinciden en que se trata de un género democrático. Los más populares partieron en sus casas, con un computador, un software, un micrófono y las ganas. No se necesitan mayores explicaciones porque la música simplemente es. ¿Querer a Bad Bunny es obligatorio? No. ¿Y a los Beatles? Tampoco. ¿Conocerlos? Depende. Son distintas generaciones, lugares, necesidades, estímulos, búsquedas. Por otra parte, catalogar al fanático del trap como reo, lanza o posero con pistola es deleznable. También lo es la respuesta de vuelta: odiar a Bad Bunny no es igual a tener más coeficiente intelectual. De todos modos, la música es tan diversa que Spotify te da la chance de silenciar (o cancelar, el verbo de la última era) a los artistas odiados.

Hablando de silencios, después de Bad Bunny fue el turno de Bonco Quiñongo, un comediante cubano que hizo tres cosas. La primera fue cumplir con el cuoteo del humor internacional impuesto por la cadena estadounidense de turno. Lo otro fue superar a Pedro Ruminot en la cantidad de veces que dijo “negro”. Aunque acá estábamos ante un negro-negro, cuya sonrisa es un foco más del escenario. Lo tercero fue dejar en claro que en Cuba es muy difícil conseguir chicles. A diferencia de Mauricio Palma, el humorista del día anterior, Quiñongo no tenía que sobrevivir tras un número fuerte. Sin embargo, su trabajo era hacer reír y no lo consiguió del todo. De hecho, si hubo carcajadas destacables dentro y fuera de la Quinta, fue por los toques de diana de Pancho Saavedra desde el palco.

Quiñongo fue más bien un cuentacuentos con poca gracia y con el mismo volumen de voz que Rafael Araneda, que sólo reafirmó —desde su vereda— la rutina insuperable de Jorge Alís en torno a la migración. Cumplido el deber, se retiró del escenario con todos los huesos en su lugar y los animadores dieron el pase a los comerciales, desatando una pifiadera más del monstruo, que Carlos Rivera no logró revertir en el backstage con su premio al artista más popular. A la vuelta ocurrió algo inesperado: lo hicieron regresar y le entregaron la gaviota de plata. El monstruo siguió reclamando y le dieron la de oro. El comediante de visita agradeció al público con una frase que sí fue graciosa: “Estoy viviendo la mejor película de mi vida. El monstruo no se comió al negro”.

Becky G fue la última en presentarse. Apareció con un vestuario color Canal 13 —había que compensar que los reyes de Viña fueran de TVN— y desató el perreo con “Booty”, la canción con la que abrió su espectáculo. Tal fue la magia de la estadounidense de origen latino que juntó a Pancho Saavedra con Karen Doggenweiler, en una danza sublime que fue lo más genuino de la alianza estratégica entre los dos canales.

El público que se quedó —en síntesis, casi todos— aguantó el frío sólo para corear “Mayores”, el tema que catapultó a la cantante, alzándola como una de las mujeres que cambiaron la historia masculina del reggaetón. Mencionó en dicha canción a Luka Tudor, su compañero del jurado, lo que seguramente otorgará cien años de material a “Los Tenores” de ADN. También se podía leer el estribillo en las pantallas del escenario, en especial el “que no me quepa en la boca”, frase que seguramente generó un colapso en las mentes de Vasco Moulián y Patricia Maldonado, guardianes de la moral y las buenas costumbres más cercanos a dos gatos cuidando una carnicería.

Becky G celebró sus 22 años recién cumplidos y recibió dos gaviotas de regalo. La primera fue prácticamente impuesta, porque el público esperaba que interpretara más canciones antes de hacer la petición. Al carecer de hits en solitario y con un repertorio basado en colaboraciones, la calidad de su show palideció con sus acompañantes fantasmas. Incluso parecía ilógico que Bad Bunny no se quedara un ratito más para cantar “Mayores” con ella. Su show duró poco más de media hora.

Para hacer un análisis más profundo y enfrentarnos a la vergüenza de un festival cada día más parecido a una transnacional, hay que recuperarse de la resaca del carrete y calmar las pasiones. Por suerte, el próximo certamen ya tiene fecha y comenzaron las apuestas. Habrá que esperar. De pronto la organización agacha el moño y destina los meses que vienen en arreglar el formato. O simplemente se dedicará a ilusionarnos como todos los años, tal como aquella broma en que te pasan la caja de un iPhone y dentro de ella encuentras un celular con teclas.