De la adicción a la recuperación: el inspirador viaje de Jonathan Ariel Castillo

De promesa del fútbol a la lucha por la recuperación: una historia de superación.
De promesa del fútbol a la lucha por la recuperación: una historia de superación.

El recorrido de Jonathan Ariel Castillo desde la adicción hasta la recuperación y su compromiso por ayudar a otros en situaciones similares.

La noche previa al inicio de su proceso de rehabilitación, Jonathan Ariel Castillo se encerró en una habitación con el propósito de consumir drogas y llorar. En ese momento, estaba convencido de que era necesario un cambio en su vida, ya que había llegado a un punto crítico, habiendo vivido bajo un puente en una zona peligrosa de Quilmes. Sin embargo, la adicción se aferraba a él con fuerza. Jonathan recuerda: “Me fui de mi casa por estar cerca del consumo de narcos. Llegué a vender y manejar un búnker”, refiriéndose a una etapa oscura de su vida, donde la línea entre la vida y la muerte se volvió extremadamente delgada. Su estado físico era lamentable: “Consumía 24/7, la pasta base ya no me hacía nada”, relata sobre el demonio que controlaba su existencia. “Estaba en una perdición total, habré llegado a pesar 40 kilos, 15 o 20 menos que hoy. Tenía todas las manos ampolladas, la boca y la cara quemadas”, añade. En ese tiempo, había perdido el contacto con su familia, y su paradero era un misterio para ellos, quienes lo buscaban en comisarías y morgues.

En la actualidad, Jonathan ha dejado atrás su vida bajo el puente. Ha completado un proceso de recuperación en la Fundación “Creer es Crear” y se encuentra en la última fase de su tratamiento, donde sueña con graduarse como operador socioterapéutico. Ha retomado sus estudios secundarios y ha reconstruido sus relaciones familiares, enfocándose en mantenerse sobrio y en transmitir su experiencia para ayudar a otros. “Ahora pago el boleto del tren y del colectivo. Hoy lo hago todo bien, a la derecha y a la izquierda”, expresa, encontrando así una nueva oportunidad en su vida.

Jonathan comparte su historia de vida, que está marcada por un camino lleno de dificultades. Nació en Boca, donde vivió con sus padres y abuelos en un conventillo. A los seis años, su padre compró una casa en la provincia de San Francisco Solano, Quilmes, trasladándose a una villa conocida como “El Arroyo Piedras”, un lugar que él recuerda como conflictivo y vulnerable. “Ahí no entraba nadie, ni la policía”, comenta sobre la peligrosidad del barrio. Las constantes inundaciones complicaban aún más la situación: “Cada vez que llovía, se inundaba un metro, metro y medio”. Uno de los recuerdos más impactantes de su infancia fue el día en que uno de sus hermanos murió. “Lo encontré en el agua, con la mitad del cuerpo dentro y las patitas arriba”, describe la escena traumática, aunque milagrosamente su hermano sobrevivió tras ser llevado al hospital. “Fue un milagro de Dios”, señala.

Jonathan también vivió otras experiencias difíciles, como la estafa que sufrió su padre. Este había comprado un terreno para un taller junto a un socio, quien lo traicionó y le robó el taller. “Perdió todo ahí”, dice Jonathan, refiriéndose al golpe económico que marcó un antes y un después en la familia, obligándolos a mudarse con una tía para poder salir adelante. “Ella tenía una casa grande, de 60 metros, y le dio a mi papá. Él pudo construir algo. Dormíamos todos en una pieza, vivíamos juntos”. Más adelante, su madre pudo pagar un lote en el barrio Matera, donde fue difícil crecer. “Al barrio le decían ‘Walking Dead’, porque era problemático. Después, durante el gobierno de Néstor Kirchner, hicieron viviendas, unos chalets de tres ambientes y una cocina, y vivimos ahí desde hace años”.

Jonathan es el mayor de sus hermanos. Su padre, Bienvenido Carlos Ramos, es un inmigrante paraguayo que llegó a Argentina de niño, y su madre es Mirta Zulema Ibáñez. “Mis viejos llevan 42 años casados”, dice con orgullo, y destaca que siempre priorizaron la educación y el deporte de sus hijos para que pudieran salir adelante. “Mi papá nos inculcó la escuela y el deporte. A los cinco años ya jugaba al fútbol con chicos de siete”, recuerda Jonathan, quien se perfilaba como un prometedor futbolista. Sus padres marcaron un camino recto para él y sus hermanos, quienes todos se convirtieron en profesionales. Jonathan se siente orgulloso de ello: “Uno es profesor de historia, otro está estudiando una tecnicatura en psicopedagogía, hay un farmacéutico, y otro se especializó como técnico industrial, gasista y electricista”. Sin embargo, él reconoce que fue “la oveja negra” de la familia, aunque destaca que su familia fue una red de apoyo clave en su recuperación.

A los nueve años, Jonathan ingresó a las inferiores de Independiente, donde compartió vestuario con figuras que más tarde serían conocidas a nivel internacional, como Fernando Tissone y Sergio “Kun” Agüero, quien era un año menor que él. Durante su adolescencia, tuvo la oportunidad de participar en el Mundialito de Clubes en Córdoba. “Con Ricardo Bochini salimos campeones”, recuerda sobre ese torneo en las inferiores. Aunque al principio estaba en la lista de suplentes, un giro inesperado lo llevó al equipo titular. “Me llamaron diciéndome que preparara el bolso, iba a reemplazar a un jugador que se había lesionado”, relata sobre su debut. “Entré y salí más. Fui goleador y di asistencias”, recuerda con nostalgia. Sin embargo, durante dos años perdió la titularidad. Su sueño de brillar se desvaneció. A pesar de su talento y esfuerzo, decisiones dirigenciales lo relegaron al banco de suplentes.

La situación se complicó aún más cuando dirigentes de Sampdoria, Italia, se interesaron en él. “Mi mamá estaba de acuerdo con que viajara solo, pero hubo alguna discusión y no me dejaron ir”, explica sobre la oportunidad que se truncó. Esta situación, junto con malas decisiones, lo llevó a un camino de autodestrucción. “Faltaba poco para recibirme y dejé la escuela”, cuenta. En ese tiempo, también tuvo una relación con una chica que era diez años mayor que él. Más tarde, ella quedó embarazada y desapareció. “Era el mejor momento de mi carrera futbolística. Me fue mal, estaba enamorado de esa chica. Ella me dijo que estaba embarazada y mi cabeza empezó a llenarse de problemas”, recuerda. Esa joven regresó y le presentó a su hija, lo que sumó a sus problemas emocionales y a su contexto de vulnerabilidad social, interrumpiendo su camino.

“Después, mi rendimiento cayó y también mi motivación para seguir jugando”, reconoce. A los 16 años, abandonó el fútbol. Luego intentó regresar a Defensa y Justicia, pero el descenso del equipo lo llevó a un infierno paralelo. En ese momento, se unió a una mujer que tenía cuatro hijos, además de criar a su propio hijo con su pareja. La situación familiar era dura y pronto comenzaron a aparecer conflictos. “Me psicopateaba con los celos. Vinieron las agresiones, me apuñaló…”, recuerda sobre los episodios críticos que vivieron. Las discusiones y peleas afectaron profundamente su bienestar emocional, agravando su inestabilidad.

En ese contexto, trabajó en una compañía de refrigeración que ofrecía servicios a importantes empresas. “Hacíamos servicio técnico e instalaciones industriales”, describe sobre su trabajo. Sin embargo, la dedicación al trabajo y a la pareja aumentó las dificultades personales. En este ambiente, las adicciones comenzaron a ganar espacio en su vida. “Empecé a tener una llama social, alcohol, marihuana”, confiesa. Se vinculó con personas que lo llevaron por el mal camino. “Cuando quise acordar, estaba envuelto en eso, robando con ellos, en ferias y locutorios”, admite. Su primera detención fue un momento crítico para su familia. “Mi viejo tuvo que buscarme en la comisaría”, recuerda. “Estuve preso 19 días por drogas y armas, y 30 por hurto. Un oficial de la calle me conocía, había jugado conmigo en Quilmes”, dice sobre su experiencia en prisión. Después de un tiempo, lo liberaron, pero tuvo que hacer tareas comunitarias.

La situación se volvió densa. “Yo levantaba la mano y reprimía lo que pasaba en casa. Era maltrato físico y psicológico, me dejaban sin trabajar, y los locos encargados me hacían pasar a otras mujeres para ver si enganchaba. Entonces, si encontraba a alguien, buscaba una excusa para pegarle y salir a consumir”, describe sobre su vida en ese momento. “Consumía cocaína. Cocinaba yo. Empecé a robar en trabajos de izquierda…”. La situación se volvió crítica cuando tuvo que someterse a una intervención quirúrgica de emergencia. “A los 33 años me operaron de apendicitis. Me cortaron centímetros del colon, del intestino grueso y delgado, y me vaciaron”, relata sobre su paso por el hospital. En medio de una tos, los puntos de la operación se saltaron. “Se salieron las tripas. Me volvieron a internar y tuvieron que reforzar las paredes abdominales con una malla, abajo del ombligo”, explica sobre su estado debilitado, al borde de la muerte, agravado por las drogas. “Como podía comer, empecé a fumar marihuana para abrir el apetito”, dice sobre cómo la situación escaló rápidamente hacia el consumo de pasta base.

Jonathan se separó de la realidad y se vio involucrado en actividades delictivas relacionadas con las drogas. Se encargaba de la seguridad de los narcos y del traslado de drogas. “No veía la hora de perderme, la policía me agarró y me dieron una paliza tremenda en la comisaría. Vendía y consumía. Estaba enfermo y no sabía cómo parar. Me internaba tomando”, recuerda sobre esa época que lo alejó completamente del contacto con su familia, que se volvió esporádico. “Vivía con una amiga que me decían Gitana. Lloraba. Conocí a una chica, empecé a entrenar, a ir al gimnasio, y ella se preocupaba por mí. Me decía que tenía que resignificar mi vida. Recaí y me seguía matando, pero me ayudó a internarme”, explica sobre el momento en que decidió buscar ayuda.

Un amigo lo animó a buscar la Fundación “Creer es Crear” en medio de su crisis. “Hablé y les dije que me acompañaran a Sedronar para que me dieran una beca. Quería internarme”, explica sobre su decisión. La fundación, reconocida en Argentina por su trabajo con adicciones, lo recibió el 11 de octubre de 2023 en su sede de Hudson, donde asisten a 100 jóvenes. “Manipulé a los de la fundación. Les pedí que me acompañaran a comprar drogas. Me encerré y consumí toda la noche llorando. Después me bañé y llegué a la fundación”, describe sobre su llegada al programa terapéutico, que tiene varias fases, cada una con objetivos y duraciones específicas. Los primeros quince días son de “inducción y motivación”, que incluyen terapia individual y grupal para analizar la historia clínica del paciente y elaborar un plan de tratamiento. La siguiente fase, llamada “identificación”, proporciona herramientas de autoconocimiento y cambio personal a través de sesiones individuales y grupales. La tercera fase, “elaboración”, dura un mes y busca alcanzar metas y desarrollar habilidades para afrontar la vida. Por último, llega la fase de “consolidación”, que fomenta la autonomía y la responsabilidad del paciente en su proyecto de vida, con un seguimiento posterior.

Jonathan estuvo en la fundación durante 26 meses. La rehabilitación implicó trabajar en diferentes áreas como parte del tratamiento: mantenimiento de parques, panadería, y recogida de hojas. “Lloraba mientras hacía eso. La internación duele, pero sirve”, describe sobre su experiencia. Aquellos primeros días fueron una dura lucha contra la abstinencia. “Te agarra una comezón en el cuerpo, ataques de llanto, ganas de correr… Ahí te entrevista un psiquiatra y empieza a medicarte”, explica sobre el proceso. La fundación le proporcionó medicamentos como Keta, Pina y Lorazepam, que tomaba a las 09:00, 18:00 y 23:00. “Con eso podía dormir, porque sufría de insomnio. Si me los sacaban, dependía de ningún ansiolítico ni psicofármaco”, subraya. En la comunidad, aprendió a reconocer y expresar sus sentimientos, así como a establecer relaciones saludables. “Primero aprendí a quererme a mí mismo y a querer a los demás”, dice Jonathan sobre su proceso de sanación, que fue doloroso pero necesario.

Esto implicó seguir reglas estrictas, mantener rutinas de trabajo en los sectores y aprender a reorganizar lo básico. Allí, se levantaba a las 07:00, desayunaba a las 08:00 y a las 10:00 se reunía en grupos. “Tenés que romper el léxico callejero. Respetar la higiene personal, si estás capaz de bañarte. Te hacen valorar todo: un plato de comida, la ropa limpia, un minuto de ducha”, entendió sobre la importancia de valorar esas cosas. “Si tu vida es desordenada, serás desordenado”, aprendió como una de las enseñanzas diarias. Además, convivir con otros compañeros en trance le permitió tener una perspectiva propia y comprender que no estaba solo: “Compartir historias es sanador y ayuda a bajar la carga emocional”.

Su salida de la internación fue emotiva: “Corté el cordón y abrí el portón. Me sentí valiente. Porque ves que otros abandonan, y yo fui voluntario”. Ahora asiste a la fundación varias veces a la semana: martes, jueves y sábado. Su objetivo no es solo recuperarse, sino también relacionarse nuevamente con la vida. “Mis tutoras son como hermanas. Tengo la llave, abro y entro solo. Confío en mis hermanos”, expresa sobre la transformación que ha experimentado en su vida familiar, que se ha fortalecido. Actualmente, se encuentra en un proceso de formación como socioterapéutico especializado en salud mental y en diciembre estaría recibiendo su título. Jonathan tiene planes de continuar su formación en otra institución terapéutica y ha retomado sus estudios secundarios, con la intención de brindar apoyo a quienes enfrentan problemas similares. “Quiero hacer un curso de coacheo y concientizar sobre la salud mental en colegios, desde primer grado hasta secundaria”, dice sobre su deseo de inspirar a otros con su historia. Ya no vive bajo el puente, sino que está construyendo un futuro para jóvenes que enfrentan adicciones: “Me siento afortunado de que el Padre Celestial me haya elegido”.