El Federal: Un bar de Buenos Aires que guarda secretos de cartas y destinos perdidos

Cafés porteños: El Federal y el misterio de las cartas perdidas en el juego.
Cafés porteños: El Federal y el misterio de las cartas perdidas en el juego.

La historia de El Federal y su conexión con el pasado cultural y social de Buenos Aires.

La fundación de la ciudad se remonta a 1580, cuando Juan Garay otorgó tierras que fueron repartidas, lo que permitió que la ciudad se consolidara hacia el sur. En los actuales barrios de Montserrat y San Telmo, se establecieron familias patricias que construyeron edificios públicos. Esta expansión también propició la instalación de importantes tiendas, mercados y almacenes en la zona. Sin embargo, en la segunda mitad del siglo XIX, algunas personas influyentes ya habitaban la barriada de la Catedral, al norte de la ciudad. Por ejemplo, en 1864, el presidente Bartolomé Mitre residía en la calle Martín, entre Sarmiento y Corrientes, según la denominación actual. Ese mismo año, Mitre inauguró una pulpería que, con diferentes nombres y usos a lo largo del tiempo, sigue funcionando en la esquina de Perú y Carlos Calvo, en San Telmo, y actualmente se conoce como Bar El Federal. Es importante señalar que el nombre “Federal” no fue el original, ya que en esa época era común nombrar a las pulperías de diversas maneras, y mucho menos se utilizaba como identidad de marca un soldado con uniforme punzó, como se presenta en la gráfica actual, bajo el gobierno antirrosista de Mitre.

El movimiento social que se desarrolló en la ciudad, que iba de sur a norte, culminó en un brote de fiebre amarilla en 1871. Esta epidemia provocó un éxodo de los habitantes de los sectores más afectados, lo que resultó en el vaciamiento de muchas casas en el sur. Para sobrevivir a la falta de clientela, muchos comercios se vieron obligados a cambiar de rubro. En el caso del Bar El Federal, el establecimiento tuvo que reconvertir su planta alta para otros usos, convirtiéndose en un prostíbulo clandestino. A mediados del siglo XX, el local se transformó en un almacén barrial familiar conocido como Almacén Don Jesús. Fue recién en los años setenta cuando adoptó la actividad de bar, manteniéndose hasta la fecha, lo que significa que lleva más de ciento sesenta años abierto a la comunidad, adaptándose a los cambios de estatus y costumbres a lo largo del tiempo.

Hoy en día, el bar dialoga con su entorno, y su interior respira un orgullo por el paso del tiempo, sin ocultar ni correr detrás de nuevas tendencias. El lugar conserva su piso calcáreo, puertas de doble hoja y mobiliario original que perteneció al último almacén. Las paredes del bar exhiben publicidades que dan cuenta de su anterior uso, como Bidú Cola, Chocolates Águila, Pineral, Toddy Reforzado y Cerveza Palermo, entre otras. El establecimiento cuenta con tres espacios diferenciados en la planta baja, y en la planta superior hay dos áreas donde se llevan a cabo actividades culturales.

Aunque no se puede afirmar que El Federal sea contemporáneo del Café Tortoni, sí se puede considerar que es una insignia comercial multirubro que tiene mucho que aportar a la historia de la ciudad. La descripción del lugar se completa con un imponente arco de madera que actúa como un puente, uniendo las puntas de una extensa barra. En el barrio, durante los años setenta, se hicieron las bases para soportar el peso del nuevo uso que tendría el mostrador, y durante las obras se hallaron esqueletos de víctimas de la fiebre amarilla. En ese momento, los cementerios estaban desbordados de cadáveres, y para evitar nuevos contagios, se enterraban a los muertos en las casas, ya que se suponía que había que esperar un servicio fúnebre que estaba exhausto.

Una incógnita que persiste es el origen de la estructura de madera del bar. Consulté a uno de los dueños, quien ha manejado el lugar desde el año 2000, y me afirmó que no tienen datos precisos sobre su procedencia. Se sabe que proviene de una panadería, pero no hay más información al respecto. Me detengo en este majestuoso objeto para contarles la historia singular de un habitante que pasa sus días a la sombra del bar. Tiempo atrás, había escuchado hablar de él y sabía que tenía un claro personaje que destacar, así que quise presentarme. Necesitaba un argumento válido para ello, y finalmente lo obtuve.

Durante mis caminatas rutinarias con Rita, mi perra, por el malecón del Riachuelo y el meandro de Vuelta Badaracco, encontré una carta, un naipe. Era un naipe complicado, y hubiese preferido otro, pero ese fue el que tocó. A pesar del mal presagio, entendí que estaba listo para el encuentro. Es ahí donde un buen hombre atiende consultas. Siempre está presente, porque Iván, de quien se trata, mira a los ojos de su interlocutor. En la hora acordada, al sentarse a su lado, se anuncia y espera la respuesta, manteniendo la vista al frente. Repite un mantra de una estrofa de una canción de Luis Alberto Spinetta: “Sé muy bien que has oído de mí, hoy nos vemos aquí, paz nunca encontrarás, si vos no la encontrás.” Iván trabaja con vibraciones, permitiendo que la intensidad de la mirada influya en el análisis. Luego de responder a las preguntas, le pasé la carta que había encontrado durante mi paseo por La Boca, un lector de naipes sueltos hallados en la calle. Él se autodefine como starostista spinetteano, y así es como lee las cartas. Corrige un error de tipeo y aclara: “Starostista, soy tarotista”, afirma contundente. Toma el concepto de líder cultural eslava y asigna la palabra starosta para influir sobre los frágiles y vulnerables. Al igual que el inconfundible idiota que compuso el disco Artaud, se sorprende al encontrar cartas tiradas de una sola. Nunca dos. ¿Por qué la gente pierde una? Sostiene que están extraviadas, que se dejan adrede. Asegura que en las mega urbes como Buenos Aires, la gente puede permitirse resolver sus problemas en soledad. Tienen que fallar siempre, y la necesidad de matar cada intento de resolver algo nuevo. Saben que habrá confirmaciones. Sin un salto al vacío, no saben cómo hacer, lo que implicaría una solución al juego. Deja que la sola tira de cartas hable por sí misma. Usa un diseño curvo que abraza la barra para establecer puentes entre estas almas débiles. Observó el silencio. Eran las picas. “Gracias por devolverla”, dijo mientras guardaba la carta en una caja con el mazo. “Sabía que estabas buscando hace tiempo, conozco tus —no crean que soy vidente, siempre subo fotos de mis vueltas en redes— dejé un propósito”, concluyó monocorde, como un tahúr de bares. Adjudica a las picas una carga negativa, una fractura emocional, una gran tristeza o incluso la propia muerte. Intuyó que yo ocuparía averiguarlo. Tanto, que reconoció el coraje de enfrentar un sombrío destino que sabía que me tocaría. Pronosticó que tal señal colocada tenía una intención. Sospecho que forzó incluir notas. Salí un día sintiendo que la noche nublaba el fin, como en los versos de “Bajan”, de Artaud. Quiero creer que el puente se colocó en 1973, en la salida de Spinetta. Pronto, me sentí afortunado. Pero el resultado era Iván. Los poetas de los bares regalan personajes inéditos que buscan autores que rescaten su anonimato. La humedad invadía las almas. El río recuerda la proximidad, aunque intentemos darle la espalda. Levanté el cuello del abrigo y miré ambas calles, pobladas de anónimos solitarios errantes. Todos miraban al piso. Quizá, fueran ellos mi destino. Los perdí a ellos. Las echadas.