“Ya no estoy aquí”: Desarraigo cultural y el flagelo del narcotráfico en México

El filme del director mexicano Fernando Frías “Ya no estoy aquí” (2020) tiene méritos de sobra para adjudicarse el Oscar a la Mejor Película Internacional y galardones en los Premios Goya, por su originalidad, eficiencia dramática, factura de guión y puesta en escena, manejo hábil de los elementos simbólicos, ambientación emotiva, entre otros.

Pero más allá de juzgarla por sus posibilidades a quedarse con los reconocimientos por sobre la película chilena “El Agente Topo” (y otras hispanoamericanas), es importante destacar sus atributos como una excelente obra cinematográfica disponible en Netflix.

La historia se desarrolla a comienzos de este siglo en barrios marginales de Monterrey, estado mexicano, y en Queens, barrio neoyorkino. Ulises Sampiero, es un adolescente que pasa sus días bailando con sus amigos, Los Terkos, una pandilla que es parte de una tribu urbana conocida como Kolombia.

Llevan peinados estrafalarios- como los de los pokemones chilenos-, visten zapatillas Converse y ropa ancha, así como adoran una música que no es corrido ni ranchera, sino cumbia, de ahí el nombre de esta subcultura.

Pero no se trata de la melodía latinoamericana cualquiera: es la cumbia rebajada, que se llama así por su ritmo lento, que se consigue disminuyendo la velocidad de las canciones. Un estilo que nació en los años 60 por el error de un tocadiscos y se convirtió en todo un fenómeno al norte de México.

La cumbia rebajada que escucha y baila Ulises constituye, evidentemente, el factor preponderante de su identidad cultural y afectos en Monterrey, junto a los amigos de su pandilla, rutina que se ve interrumpida cuando el joven se ve involucrado en un tiroteo de bandas narcotraficantes y se ve obligado a escapar de México y emigrar ilegalmente a Estados Unidos.

El carácter de subcultura de Kolombia es indispensable en esta historia. Ulises vive con unos mexicanos radicados en el barrio neoyorkino de Queens, con los cuales trabaja en empleos ocasionales de construcción y que se burlan de su peinado y costumbres. Le llaman “puto”, referido a homosexual. Ulises, al igual que sus amigos de Los Terkos, hablan una jerga vernácula del español mexicano. Los localismos se entienden en su sentido general, pero en la trama es un obstáculo para que el joven se integre a la cultura de Nueva York, incluso entre latinos residentes. Por cierto, es un elemento simbólico más hábilmente empleado por Fernando Frías.

Escenas como la visita al cabaret en el barrio colombiano en Nueva York, donde Ulises no logra conectar empáticamente con una prostituta de esa nacionalidad (no le entiende del todo su particular español e, incluso, no le gusta el ritmo rebajado de las cumbias cafeteras que escucha) o el diálogo de traducción que hace el amigo de Lin, un joven norteamericano de padres mexicanos, que le cuesta comprender a Ulises pese a ser del mismo país de origen, son parte de ejemplares recursos cinematográficos que emplea el director para expresar el desarraigo cultural.

Por cierto, el personaje de Lin, una adolescente norteamericana de con ancestros chinos, también marca un punto de inflexión en la trama y es un eje de sentido fundamental. Ulises hace un trabajo menor en la azotea del edificio donde el abuelo de Lin tiene su almacén y residencia. Como no tiene un lugar donde vivir, en una hazaña más de la odisea de este Ulises mexicano, se instala sin preguntar en dicha azotea.

El multiculturalismo que se establece entre ellos es evidente. Lin acoge al joven de Monterrey y justamente el elemento que le abre la confianza es el pelo de Ulises, el mismo por el que en otra escena anterior un norteamericano siente interés y toma una fotografía del adolescente. Lamentablemente, Ulises no habla inglés y cuando el joven que lo fotografía le explica que se publicará su original estilo en una revista digital, los compatriotas de hogar y trabajo no acceden a traducir al norteamericano y le piden que se largue, así como aprovechan de burlarse de Ulises. El mismo peinado y expresión de la subcultura es, a la vez, atractivo de Ulises y motivo de discriminación.

Muchos recursos cinematográficos convierten a “Ya no estoy aquí” en una gran película, simbolismos como el Metro de Nueva York, la misma música y su ritmo ralentizado (que imprime melancolía a la narración, así como algunas letras de canciones), el MP3 con cumbia rebajada que Ulises porta en Queens, las baterías de este reproductor electrónico, las emisiones en la radio local de Monterrey, el baile como expresión escénica y de identidad, entre otros.

Rescatar también su notable puesta en escena (por ejemplo, los planos- secuencia de Ulises caminando por los barrios de Monterrey con cámara de lente gran angular); el excelente guión que no fuerza los recursos audiovisuales a la hora de construir la historia, así como su estructura sobre la base de recuerdos de Ulises mientras vive en Nueva York; la eficiente progresión narrativa; sus destacadas actuaciones, la fuerza de la temática y su planteamiento.

Una película de cine social y de denuncia, muy original y para nada proselitista, obra situada desde la marginalidad y sin la frecuente y poco grata mirada paternalista vertical (que abunda en otras películas sobre la temática marginal), descarnada y triste a ratos, pero necesaria de apreciar y no perderse en la plataforma de Netflix.


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